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ISSN 1989-4163

NUMERO 03 - JUNIO 2009

 

Necesidad Artificial

Nuria Abad

Carmen se había quedado dormida en el sillón, acurrucada en la manta de cashmere que Idi y Ariadna le habían traído de su viaje por el norte de India. Le encantaba esa manta, que perpetuaba la práctica de las manualidades, de las labores domésticas de raíces ancestrales. Y era tan ligera y caliente. Le despertó el breve beep que anunciaba que un mensaje le había sido enviado a su celular ¡a las cuatro de la mañana!.
Con desgana, palpó la mesita del salón sin abrir los ojos, a tientas, todavía sumida en un dulce sopor. Encontró el teléfono y se lo puso a la vista mientras manipulaba los botones que sus dedos ya conocían como si fuesen una parte más de ella. Leyó: “Que te vomite una burra en la cara y empezaras a parecerte a ti misma, MAL EDUCADA. ¡El peor de tus castigos es tu vida!”.
Carmen tenía los ojos abiertos como platos y se le había cortado la respiración. Ni su corazón parecía latir. Carmen releyó y volvió a releer varias veces el sms, no pudiendo dar crédito a esa malsana misiva que contenía tanta rabia y odio hacia su persona.
La primera reacción, axiomática, fue la de tratar de recordar a quien pertenecía el número de teléfono tras el que se ocultaba aquel cobarde detractor que la insultaba de una manera tan ruin y barriobajera. No lo reconoció, así que asió su agenda personal, en la que -con una disciplina adquirida en años de universidad- repasó uno a uno todos sus contactos. Ninguno correspondía a aquel mezquino remitente, así que decidió llamar. Lo hizo repetidas veces, pero sólo consiguió escuchar al otro lado del auricular una voz femenina que repetía: “Uniline le informa de que el móvil al que llama está apagado o fuera de cobertura en este momento”. Carmen no pudo contener un acceso de rabia. La paradoja de la sociedad de la información es que se trata de una sociedad que no se comunica. De ahí tan sórdido mensaje.
Molesta por el escrito, por la intromisión en su intimidad, en su descanso, Carmen reconoció una irritación todavía mayor. La de haber dejado que su vida fuera gobernada por el teléfono móvil, que en poco tiempo había conseguido alterar notablemente sus usos y costumbres. Reconoció sufrir trastornos físicos y psicológicos como ansiedad, palpitaciones y sudores cuando olvidaba el celular en casa, su tarjeta prepago se quedaba a cero o se quedaba sin batería.  ¿Cómo había llegado a ser una movildependiente?
Desechó estos pensamientos para volver a tratar de imaginar quien le había enviado ese terrible mensaje. Desde que se había quedado viuda, hace un año, a Carmen le había invadido una particular sensación de soledad, un vacío, una nada enmudecida que la había sumido en la tristeza. La ausencia de la persona insustituible que para ella había sido su marido le había colocado, de repente, tras dos hermosos años de noviazgo y tres de matrimonio, en un escenario en el que se sentía perdida, sin referencias. El hueco dejado por él seguía intacto, pues todavía no había reunido las fuerzas suficientes para establecer nuevas relaciones. Entonces, ¿a qué venía este mensaje?.
Presa, de repente, de una incontenible rabia, Carmen se calzó, se envolvió en su chal de lana, cogió las llaves, salió de casa y se dirigió a la Jefatura Superior de Policía, que se encontraba dos calles más abajo. Al llegar a aquel sórdido inmueble de paredes grises y estancias impersonales, sintió como una punzada en el estómago, como si sintiera dentro de sí misma el peso injusto de una sociedad opresiva. Subió las escaleras de acceso al edificio, que en ese instante parecía abandonado. Una luz mortecina alumbraba un pasillo descuidado, con ajados bancos de madera dispuestos a ambos lados. En una puerta a su izquierda leyó un cartel que decía “Instructor de guardia”. Entró.
Un joven agente, un apuesto efebo que jamás hubiera imaginado encontrar en este deslucido contexto, la invitó a sentarse al otro lado del escritorio, frente a él. Sin dilación, Carmen le mostró el mensaje.
-¿Tiene usted idea de quien le ha podido enviar este escrito?- le preguntó el agraciado funcionario.
-Ni idea. He revisado bien mi entorno y no creo que haya nadie que tenga motivos para decirme una cosa así.
-¿Algún ex novio?
-No, el aspecto sentimental queda totalmente descartado.
Él levantó las cejas en señal de “poco se puede hacer” y comenzó a redactar un atestado.
Carmen observó detenidamente al agente y, especialmente, sus fornidos bíceps, fruto de un uso sistemático de anabolizantes. Pensó que este tipo de medicamentos tienen terribles perjuicios para la salud. Fueron administrados durante la Segunda Guerra Mundial para la recuperación de los heridos y de los supervivientes de los campos de concentración alemanes y ahora son motivos supuestamente estéticos los que determinan su aceptación.
El agente anotó el número de teléfono desde el que había sido enviado el dardo envenenado que había desmoronado la paz de aquella noche de verano y la instó a firmar un informe, a la vez que la invitaba a irse a casa y tratar de pensar quien podía ser el autor de tal grosería.
El entuerto no tardó en resolverse. De camino a su apartamento, un nuevo mensaje pedía disculpas por la equivocación. Una cifra mal marcada. Una única cifra mal marcada había desviado el rumbo de aquel insulto. Paradojas de la modernidad. Recordó aquellos años maravillosos en los que no se preocupaba por el sonido del móvil. Andaba por la calle a su aire, menos localizable, en paz.
Se sintió esclava de una nueva necesidad artificial: la de estar siempre conectada y localizable. Suspiró.

 

Necesidad Artificial
 

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